La codicia de unos pocos, el desentendimiento de otros y un planeta en camino constante al deterioro.
Existen muchas interpretaciones de “costo” cuando nos referimos a los productos que compramos. El más común cuando un piensa en costo, es el valor específico que se gasta al obtener el producto. ¿pero es ese el valor real?
El precio que se gasta al comprar un producto no es solo un simple número. El precio de un producto engloba un montón de aspectos, que en nuestra sociedad estamos acostumbrados a no ver en conjunto, y así se esconden las repercusiones que estos productos generan.
En el precio final no se considera uno de los costos más importantes y altos, el costo del medio ambiente, que se especializa en no hacerse notar a corto plazo, pero que seguro se cobrará a futuro cuando ya sea demasiado tarde y no encontremos la forma de poder pagarlo o remediarlo.
El ser humano a diferencia de otras especies animales, es consciente de su propia existencia, y es consciente de las repercusiones que su actividad genera. Entonces, ¿porque no somos capaces de pensar en el costo ambiental que produce nuestro modus operandi?
La obsolescencia programada es un método de producción que se utiliza a gran escala en el planeta con el objetivo principal de producir con una fecha de vencimiento establecida para todos los productos, es decir, una vida útil programada. Esto se hace para asegurar ventas a futuro, mayor producción y generar empleo.
Las primeras bombillas de luz producidas comercialmente tenían una vida útil de 100 años. Imaginemos la cantidad de residuos que nos ahorraríamos con una bombilla que nos durase toda la vida. Pero esto no beneficiaba a los productores, entonces se decidió hacer obligatoria la producción de bombillas que solo duraran 1000 horas (41 días).
La obsolescencia programada se utiliza en la producción de millares de productos, especialmente los electrónicos. Esta forma de producir genera una cantidad realmente preocupante de residuos.
Según un informe de Naciones Unidas (ONU) publicado por BBC: el mundo generó 48,5 millones de toneladas de basura electrónica en 2018, una cifra que equivale al peso de todos los aviones jamás construidos o de 4.500 torres Eiffel, y que llenarían totalmente la superficie del barrio neoyorquino de Manhattan.
¿Donde terminan estos residuos?
Ghana, como también otros países de África, recibe contenedores con residuos electrónicos que nadie desea tratar en los países desarrollados. Esto sucede a pesar de que exista un tratado internacional que prohíbe enviar residuos electrónicos a países del tercer mundo.
Los habitantes de Ghana no comprenden la mentalidad de usar y tirar de los países desarrollados, ahí nadie tira por tirar. Ellos tratan de reparar los residuos electrónicos que reciben. Aunque más del 80% de los mismos no tienen arreglo y terminan apilados en vertederos que ya no dan abasto, para que luego niños se pasen los días quemando los plásticos de estos productos electrónicos, generando gases tóxicos, y enfrentándose a riesgos de salud con tal de juntar un poco de metal para vender a cambio de poco y nada. Lo más irónico de esto, es que se llegó al punto en el que los habitantes de estos países realmente dependen de estos residuos para su subsistencia.
Desde hace ya mucho tiempo al ser humano se lo considera una especie superior, capaz de transformar el medio a su conveniencia. Pero por “conveniencia” se entiende solo al beneficio a corto plazo, sin pensar a largo plazo, y sin poder ver el panorama completo de lo que todas estas actividades generan.
Recordemos “El mito del Rey Midas”, que cuenta la historia de un Rey codicioso, lleno de riquezas, que un día le pide al Dios Dionisio que le otorgue el poder de convertir todo lo que tocara en oro. Dionisio, tratando de advertirle sobre las consecuencias de un poder como ese, termina aceptando y el Rey recibe su tan anhelado poder. Feliz empieza a convertir todo lo que toca en oro, hasta que se sienta a desayunar y se da cuenta que los alimentos que toca se convierten en oro, también el vino y el agua. Desesperado, se aflige y su hija, al tratar de consolarlo, lo toca y ella también se convierte en oro. Sin poder comer, sin poder beber y sin el cariño de su hija el Rey logra darse cuenta que ni todo el poder, ni todo el oro del mundo era lo que él necesitaba.
Nosotros no somos muy distintos al Rey Midas, convertimos todo en un negocio para tratar de obtener riquezas, pero ¿que nos queda si todos los recursos naturales del planeta los convertimos en dinero? ¿Tendremos que esperar a perderlo todo como el rey Midas o lograremos darnos cuenta del daño que estamos generando a tiempo para poder revertirlo? Las pruebas ya las tenemos, las consecuencias son cada vez peores y los caminos hacia una mayor sustentabilidad los conocemos. Llegó el momento de transformarnos y empezar a valorar el planeta que tenemos.
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